INVESTIGACIÓN CRIMINAL
¿Quién debe investigar el delito, jueces o fiscales?
He aquí una pregunta capciosa, torticeramente planteada para descentrar el debate sobre la ineludible reforma de nuestra actual Ley de Enjuiciamiento Criminal. La cuestión no es quien investigue sino cómo se investigue. Y, al margen de quien sea el titular de dicha función, resulta irrenunciable que la investigación esté orientada exclusivamente al descubrimiento de la verdad. Pero, no a cualquier precio, sino con absoluto respeto a los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Por eso han de extremarse las cautelas para evitar el “error judicial”, esto es, la absolución de un culpable o la condena de un inocente.
En consecuencia, es indiferente que investiguen jueces o fiscales, con tal de que se aseguren unas garantías mínimas contra el error judicial y la violación de los derechos fundamentales. El debate sobre si son unos u otros ha sido alimentado por una clase política asfixiada en una corrupción generalizada. Es más, se ha pretendido generar un artificial enfrentamiento entre judicatura y fiscalía, como si la investigación del delito fuese una recompensa otorgada graciosamente cual prebenda corporativa.
De ahí que no quede más remedio que optar por una solución radical: no hablar de juez o fiscal instructores sino de “órgano investigador”. Primero definamos cuáles son las características del investigador y, sólo más tarde, determinemos quién haya de encarnarlo. La investigación, antes que un órgano, es una función.
Pues bien, si el objetivo de la investigación es el esclarecimiento de los hechos aparentemente delictivos (notitia criminis), el órgano que la dirija ha de estar investido de las notas de plena independencia, imparcialidad e inamovilidad. Como mínimo, las que actualmente se les reconocen a los jueces instructores. No bajar el listón ni centímetro. Con todo, tal como se expondrá a continuación, lo ideal sería elevar el actual nivel de garantías.
Y es que de un tiempo a esta parte hemos venido asistiendo a un preocupante debate entre “garantías” y “eficacia”, intencionadamente contrapuestas en una relación dialéctica inversa, como si el éxito de la lucha contra el crimen dependiese de un menor respeto a los derechos del reo. Semejante planteamiento es, sencillamente, falso. Insistamos, no es necesario reducir las garantías procesales para reducir la impunidad. Más bien al contrario.
Existe un modelo de investigación criminal, garantista y eficaz a la par, cuya instauración sería la mayor arma contra la delincuencia, muy especialmente la criminalidad organizada, corrupción política inclusive. Veámoslo:
Antes de nada habrían de crearse órganos investigadores con mayor alcance que el de los actuales partidos judiciales. Las mafias internacionales, la ciberdelincuencia o el terrorismo islámico nada saben de nuestras decimonónicas demarcaciones territoriales. La Audiencia Nacional, con jurisdicción en toda nuestra geografía, ofrece un modelo que, con las salvedades necesarias, habría que generalizar. Por otro lado, la composición del órgano investigador debe ser flexible, de tal modo que permita movilizar tantos miembros como requiera la complejidad del caso. La estructura de nuestra fiscalía es un buen ejemplo.
Por otro lado, urge la simplificación de los procedimientos penales. Es absurdo que la misma actividad que ejecuta la policía judicial se repita ante el juzgado de instrucción para, por tercera vez, reproducirla en juicio oral. Al final de este iter las declaraciones de testigos y acusados llegan con tanto retraso y contaminación que han perdido mucho de su valor acreditativo. Se da la paradoja de que, aunque el plenario sea formalmente la fase más importante del proceso, en cambio, donde materialmente se dirime la verdad de los hechos es en el atestado policial. El mundo al revés. Mucho más racional sería que la policía, bajo la dirección de juristas investigadores, lleve a cabo reservadamente sus pesquisas que, debidamente documentadas, sean enviadas directamente a juicio. Eso sí, terminada la investigación, la totalidad de las diligencias serán comunicadas al reo, al cual se le reconocerá la facultad de combatir cualesquiera irregularidades y a promover prueba de descargo.
En consecuencia, a fin de evitar abusos, es menester que, junto al órgano investigador, coexista un juez de “libertades” o “garantías” que supervise los actos potencialmente lesivos de los derechos fundamentales, como registros domiciliarios o intercepción de las telecomunicaciones. Y que, además, se instituya un órgano superior (“Cámara de Instrucción”) que conozca de los recursos contra las diligencias de investigación susceptibles de estar aquejadas de alguna irregularidad. Ahora bien, no durante la investigación misma, tal como sucede ahora, lo que únicamente sirve para demorar el impulso procesal, sino a su término, cuando esta sea revelada al reo y examinada por la Cámara de Instrucción antes de enviarse a juicio. Hoy día las Audiencias Provinciales, con demasiada frecuencia, se limitan a confirmar las resoluciones del juez de instrucción, postergando cualquier decisión de fondo al plenario, lo que redunda en el éxito de las tácticas dilatorias de las partes empeñadas en impugnar la más mínima providencia.
Igualmente, deben separarse las funciones de acusar e investigar. De la misma forma que quién investiga no juzga, acusador e investigador deben pertenecer a órganos diferentes. Por mucho celo profesional se tenga, si se actúa con vistas a una futura acusación, las pesquisas se orientan más a cargo que a descargo. Aun inconscientemente. Son los llamados “sesgos cognitivos”. El problema se ve agravado por la estructura jerárquica de nuestra fiscalía, cuyos superiores gozan de capacidad para inmiscuirse en los casos que investiguen sus subordinados. Semejante prerrogativa ha de proscribirse tajantemente. La unidad de actuación se consigue mediante la uniformidad de criterios jurídicos, tales como los que se contienen en las instrucciones y circulares del FGE. Pero carece de sentido condicionar una investigación en curso a interferencias ajenas a no ser, claro está, que se busquen inconfesados motivos extrajurídicos. Una agenda oculta. Un buen modelo es el de nuestros secretarios judiciales que, pese a su estructura jerárquica, están blindados frente a eventuales intromisiones de sus superiores en la tramitación de las actuaciones procesales.
El corolario de lo expuesto es que, con una adecuada simplificación de los procedimientos y flexibilizando el diseño orgánico, desaparecería la tensión entre garantías y eficacia. Es más, resultaría indiferente quién investigase, con tal que de que fuese una autoridad jurídica plenamente independiente, imparcial e inamovible. Va de suyo, obviamente, que le serían de aplicación los deberes de abstención y recusación. Es más, estaría controlada por un juez de garantías, sometida a recursos ante un tribunal superior y desligada tanto de la acusación como del enjuiciamiento. Si aceptamos este modelo, no hay inconveniente en que la investigación, una vez conclusa y comunicada al reo, fuese enviada sin más demora al tribunal sentenciador.
Entonces, ¿quién debe investigar, jueces o fiscales?
Un magistrado investigador, tal como se lo concibe en la doctrina italiana. El concepto de “magistrado” comprende tanto jueces como a fiscales. Se crearían “tribunales de investigación”, al estilo de los “polos de instrucción” franceses, cuyas plazas se cubrirían por jueces o fiscales indistintamente, según un riguroso concurso objetivo que suprimiese cualquier discrecionalidad en su provisión. Dichos óganos extenderían su jurisdicción sobre un ámbito mucho más amplio que de los actuales partidos judiciales; más aun, si fuere menester, según la complejidad y naturaleza del objeto investigado, actuarían en todo el territorio nacional. Asimismo, el número de sus miembros sería variable, con arreglo a la dificultad del caso. Obsérvese que, a diferencia de lo que sucede hoy día, dichos órganos investigadores no estarían servidos por jueces inexpertos, sino que acumularían toda la veteranía del magistrado o magistrados que hubiesen superado los requisitos preestablecidos.
¿Por qué no se adoptan estos principios? La respuesta a semejante pregunta está más allá del Derecho.
A continuación se exponen unas bases mínimas que serán ulteriormente desarrolladas en un texto articulado.
BASES
Primera. La investigación criminal tiene por finalidad el descubrimiento a cargo y a descargo de la verdad objetiva de los hechos delictivos, con pleno respeto a la tutela judicial efectiva y al resto de los derechos humanos.
Segundo. La investigación criminal será ejecutada por la policía judicial bajo la dirección de un órgano investigador compuesto por juristas designados mediante concurso objetivo y a los que se les reconozca plena independencia, imparcialidad e inamovilidad, sometidos tanto a recusación como a abstención. En ningún caso el órgano investigador recibirá órdenes relativas a un caso particular que esté siendo investigado, sin perjuicio de la preexistencia de directrices jurídicas o técnicas de carácter general.
Tercero. La investigación criminal será documentada íntegramente, de modo que su resultado así como todos y cada uno de los actos que la integren sean comunicados al reo en el momento procesal oportuno.
Cuarto. La investigación criminal será controlada por una autoridad judicial encargada de autorizar previamente aquellas diligencias que impliquen injerencias en los derechos fundamentales de los reos.
Quinto. La investigación criminal será dirigida por un órgano investigador completamente desligado tanto de la acusación como del futuro tribunal sentenciador.
Sexto. La investigación criminal, una vez conclusa e íntegramente documentada, será remitida inmediatamente al tribunal sentenciador, sin repeticiones de las diligencias que ya hayan sido practicadas ni mayor demora que la estrictamente necesaria para evitar indefensión, de tal suerte que la litis se dirima esencialmente en juicio oral.