Amaiur y el juramento “por imperativo legal”

Las polémicas formas de juramento usadas por algunos diputados electos al acceder a sus escaños revelan una controversia que viene de muy antiguo. Os proponemos un breve artículo publicado en la revista Derecho.com (de libre acceso en Internet) por el magistrado Jesús Villegas, miembro fundador de la Plataforma, donde analiza y critica el precedente que el Tribunal Constitucional sentó al respecto.

LA FARSA DEL JURAMENTO POR IMPERATIVO LEGAL

 No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos. Pues yo os digo que no juréis en modo alguno: ni por el Cielo, porque es el trono de Dios, ni por la Tierra, porque es el escabel de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran rey. Ni tampoco jures por tu cabeza, porque ni a uno solo de tus cabellos puedes hacerlo blanco o negro. Sea vuestro lenguaje: `Sí, sí’ `no, no’: que lo que pasa de aquí viene del Maligno.

 Evangelio según San Mateo, 5-33-7.

 A Filóstrato se le atribuye la máxima: “El médico que sólo sabe de Medicina ni Medicina sabe”. Los juristas deberíamos tener presente el pensamiento de este sabio, médico de Cleopatra, pues quizás sepultados bajo nuestros expedientes judiciales, perdamos el contacto con la realidad. Por eso, me decidí a indagar desde otro punto de vista un detalle que me llamaba sobremanera la atención desde mi toma de posesión como juez en el País Vasco: al recibir declaración a cargos electos o funcionarios públicos de dicha Comunidad, cuando aportaban las credenciales, con mucha frecuencia se leía que habían prestado juramento “por imperativo legal”.

Fue en su día noticia el recurso de amparo que un grupo de candidatos electos de la formación política Herri Batasuna interpuso contra la decisión de la Presidencia del Congreso de los Diputados que les denegaba la condición de parlamentarios, precisamente por haber añadido en su promesa el sintagma “por imperativo legal”. El Tribunal Constitucional, en sentencia de 21 de junio del año 1990, estimó su pretensión. Y, según parece, desde entonces la práctica se ha extendido. La lectura de dicha resolución abría unas perspectivas realmente apasionantes, pues basaba su decisión, al menos en parte, en consideraciones lingüísticas e históricas. He aquí la ocasión de, al estilo de Filóstrasto, acometer el estudio de un problema desde una vertiente más amplia que la del mero especialista.

 

Antes de nada es menester una clarificación terminológica. En derecho español, a diferencia de otros países, están equiparadas las fórmulas de “juramento” y “promesa”. Por eso, y a efectos de simplificación, hablaré sólo de la primera.

 

¿Por qué hay que prestar juramento?

 

El abogado mercantilista Julio Palao Herrero, en un estudio enciclopédico sobre el derecho clásico ateniense, trascribe un pasaje de la obra Las Leyes de Platón, que pinta una pretérita época feliz en la que los pleitos se despachaban rápida y eficazmente (2007, 37). Bastaba que los litigantes jurasen…y el juez se fiaba de su palabra. Desgraciadamente, con el tiempo cambiaron las cosas:

“Pero ahora, cuando hay (…) una parte de los humanos que no creen en los dioses y oros que piensan que no se ocupan de nosotros (…) no puede resultar adecuado el procedimiento de Radamante” (Las Leyes, A 948 b y c).

 

“El procedimiento de Radamente”, Rey mítico griego que acabó formando parte del Tribunal infernal que juzga las almas de los difuntos cuando son conducidas al más allá. Cabe preguntarse si, pasado ya el siglo XX, en nuestra sociedad tecnificada y posmoderna, no sería ya hora de que olvidásemos estas antiguallas del pasado. Tal vez sea esa la opinión del ponente de la mentada sentencia del TC, a la vista de que en el séptimo de sus fundamentos jurídicos afirma:

 

“El requisito del juramento o promesa es una supervivencia de otros momentos culturales y de otros sistemas jurídicos a los que era inherente el empleo de ritos o fórmulas verbales ritualizadas como fuentes de creación de deberes jurídicos y compromisos sobrenaturales”.

 

No estaría sólo, pues el mismísimo kant, es un monumental obra “La metafísica de las costumbres” tilda a la práctica de prestar juramento como tormento mental (tortura spiritualis). Se fija, en particular, el juramento o promesa que nos atañe, es decir, el de los que los que toman posesión de un cargo público, y lo denomina como “promisorio” (1797, 132-135). Lo condena como vestigio supersticioso con esta severidad:

 

“La única razón por que puede darse para obligar jurídicamente a los hombres a creer y reconocer que hay dioses es la siguiente: que así pueden prestar juramento y se les puede obligar a ser veraces en sus declaraciones y fieles en sus promesas, por miedo a un poder supremo, omnisapiente, cuya venganza incitarían solemnemente contra sí, en caso de que su declaración fuera falsa. Que de este modo no se contaba con la moralidad de ambas partes, sino únicamente de una ciega superstición se ve claramente porque (…) en las cuestiones jurídicas no se espera garantía alguna de una mera declaración solemne ante el tribunal, y por ello el móvil lo constituyen meras leyendas”.

 

Adoptando esta postura, el juramento se alinearía con las formas “irracionales” de prueba, entre las que se cuentan las ordalías y los juicios de Dios. Ahora bien, el historiador del Derecho Jean-Marie Carbasse matiza la distinción, hasta el punto de que sitúa el origen de las declaraciones testificales, precisamente en el juramento (2006, 92-93). Tras la caída del Imperio Romano, se produjo un retroceso de las formas jurídicas clásicas, ante el florecimiento del derecho germánico y popular. En el mundo nacido tras las invasiones bárbaras se revitalizó “el procedimiento Radamente”. Al demandado se le hacía jurar si eran verdad o no los hechos que alegaba la contraparte. Mas, ante el temor de que mintiese (no se había logrado todavía regresar del todo a la edad dorada que Platón añoraba), según la gravedad del delito, se le exigían cojuratores, o personas que estuvieran dispuestas a comprometerse con el acusado. Se preceptuaba un número mínimo, siempre múltiplo de seis. En territorio francés, con arreglo a la Ley Ripuaria, entre la media docena y 72. Algún Rey llegó a conseguir hasta 300, en consonancia con la distinción y dignidad de su magistratura. Ecos de esta mentalidad los detectamos en el Cantar del Mío Cid y las peripecias de Enrique el Impotente. Es fácil imaginar la evolución hacia la probanza testifical. Los co-juradores, que al principio se exponían a la cólera divina, terminaron por dar razón de su ciencia en virtud de haber presenciado los hechos.

 

Si completamos esta evolución jurídica, quizás lo lógico sería suprimir el juramento. O, al menos, no conferirle mayor consideración que la de una folclórica reliquia. Pero no son las cosas tan sencillas. El juramento, además, es un símbolo de que la persona que lo presta compromete su honor, su honra, su respetabilidad ante la comunidad. Así lo evidencia la metamorfosis hacia la testifical. Lo que al principio era un ritual religioso, casi mágico, se seculariza. De la credibilidad en la divinidad se pasa a la del propio deponente, que ofrece en prenda su prestigio al dar fe de unos hechos que conoce por sí mismo.

 

El filósofo pos-estructuralista Michel Foucault estudia el concepto de “símbolo” a la luz de la tragedia Edipo, de Sófocles (1978, 46-47). Por símbolo se entendía in illo tempore una especie de contraseña. Se trataba de un objeto, cono un sello, por ejemplo, que se fracturaba en dos. Cada uno de los trozos se lo quedaba una persona distinta. De esta forma funcionaba como una llave, pues el que portase la mitad correcta la haría unir con la otra, y así conseguiría “dar prueba de su autenticidad”. Al lector seguro que le habrá venido a la mente el cuento de la Cenicienta o la leyenda del Rey Arturo. Es más, nos dice el mismo pensador, es un “instrumento de poder” para acceder a la amada… o la autoridad pública.

 

Un símbolo no es exactamente lo mismo que un signo. El símbolo está impregnado de connotaciones psicológicas, no es meramente arbitrario. El lingüista suizo Ferdinand de Saussure, padre del estructuralismo, lo explica magistralmente:

 

“Le symbole a pour caractère de n´être jamais tout á fait arbitraire; il n´est pas vide, il y a un rudiment de lien naturel entre le signifiant et le signifié. Le symbole de la justice, la balance, no purrait pas être remplacé par n´importe quoi, un char, par exemple» (1967, 101).

 

(El símbolo tiene por característica no ser jamás completamente arbitrario. No está vacío. Hay un rudimentario lazo natural entre el significante y el significado. El símbolo de la justicia, la balanza, no se podría ser reemplazado por cualquier cosa, como un carro, por ejemplo).

 

Este recorrido arriba a conclusiones muy distintas a las de la sentencia del Tribunal Constitucional: el juramento es un símbolo del compromiso moral. Y en este caso, del cargo electo con los valores de la Constitución, nada menos.

 

Pero el Tribunal Constitucional no se queda ahí. Echa mano también de argumentaciones lingüísticas. Según los literales términos del sexto de los fundamentos jurídicos de la resolución comentada, es “evidente” que “en el lenguaje común no tiene, la expresión añadida no tiene valor condicionante ni limitativo de la promesa” (…). ¿Seguro?

 

Diríase que el ponente desconoce los avances en pragmática lingüística. El filósofo John Austin, con una inteligencia y sentido del humor admirables, distingue entre “enunciados” y “expresiones realizativas” (1961, 415-430). Los primeros son susceptibles de amoldarse al binomio verdad/falsedad. Son las clásicas expresiones apofánticas aristotélicas, o bien las proposiciones de la moderna lógica simbólica. Por ejemplo, cuando alguien dice: “juro que no maté Ticio”. El que profiere esta frase es sincero o miente. No hay otra solución.

 

Pero las expresiones realizativas se mueven por derroteros muy distintos. El propio Austin se centra en el acto de prometer, como prototípico de esta segunda modalidad. No es igual decir que alguien prometió que prometer uno mismo. Si es esto lo que se hace, es necesaria la convicción. En caso contrario incurrimos en un “infortunio realizativo”, según la jerga de la disciplina. Más llanamente, como Austin muestra: “Y si Vd usa una de estas fórmulas cuando no tiene los pensamientos o sentimientos o intenciones requeridos, entonces hay un abuso del procedimiento, una insinceridad” (1961, 420).

 

Es el caso del Hipólito de Eurípides: “Mi lengua lo juró, pero mi corazón no”. Estos supuestos son los más frecuentes e importantes en la comunicación cotidiana: “(…) cuanto más se piensa en la verdad y la falsedad más se encuentra que muy pocos enunciados de los que emitimos son justamente verdaderos o justamente falsos. Usualmente se plantea la cuestión de sin son justos o injustos, de si son adecuados o inadecuados, de si son exagerados o no exagerados” (1961, 428-429).

 

Lo comprenderemos mejor volviendo al ejemplo de antes. Imaginemos que el acusado dice: “Juro por imperativo legal que no maté a Ticio”. Desde un punto de vista estrictamente lógico no está negando que haya cometido el crimen. Por eso, como enunciado es formalmente impecable. Pragmáticamente, empero, nadie se cree lo que dice. Sonaría a broma; de hecho, a autoinculpación. De ahí que, ante contingencias como ésta, se suprima lisa y llanamente el juramento. Precisamente porque el imputado tiene derecho a mentir. ¿Lo tienen los señores candidatos también?

 

En realidad, todo esto es de Perogrullo. Quien dice “juro por imperativo legal” no ataca el armazón lógico de la expresión. Formalmente no le quita ni un ápice a su verdad. Pero, en la práctica, todos sabemos que es un embuste. Quien jura por imperativo legal es como si no jurase.

 

Si no fuera porque el problema es de una simplicidad pasmosa, no estaría de más detenerse en los balbuceos de la antropología. El estudioso británico Sir James Frazer, fundador de la disciplina, enseño en su gigantesca obra “La Rama Dorada” como los pueblos precivilizados conferían a la magia la misma función que nosotros a la ciencia (1922, 57). La magia era “la hija bastarda de la ciencia”. En cierto modo, el ponente de la sentencia atribuye, acaso inconscientemente, rasgos mágicos al juramento. Pero esto es una grosera simplicidad. Muy agudamente, el matemático y filósofo Ludwig Wittgenstein repara en que hay muchos detalles que se le escapan al venerable antropólogo. Como nos recuerda este pensador austriaco, el salvaje no se mueve por error, sino que asume una función ceremonial que es en última instancia una “apelación a alguna inclinación en nosotros mismos”. Se trata simplemente de que “actuamos así y nos sentimos después satisfechos” (2008, 55, 59 y 68).

 

Lo que Wittgenstein quiere decir es que los ritos no siempre están guiados por creencias erróneas, sino que poseen una dimensión simbólica que les proporciona eficacia en cuanto tales. Si alguien jura solemnemente no es porque crea que, si viola su promesa Júpiter, lo va a achicharrar con un rayo. El joven y malogrado poeta latino Persio lo sabía ya hace dos mil años. Lo que realmente ocurre es que el juramentado se compromete ceremonialmente ante la comunidad, poniendo como prenda su buen nombre

 

¿Está claro por qué juramos? Todavía no. Hemos de acudir a la ciencia moderna. Los experimentos psicológicos demuestran que la naturaleza del problema es una cuestión de credibilidad. El norteamericano Robert Cialdini, experto en persuasión, ha descubierto que uno de los requisitos elementales para que una persona sea aceptada socialmente es el de mantener un mínimo de “consistencia” y “compromiso” (commitment):

 

“The person whose beliefs, words, and deeds don´t match may be seen as indecisive, confused, two-faced, or even mentally ill” (1984, 60).

 

(La persona cuyas creencias, palabras y hechos no casan puede ser vista como indecisa, confundida, de dos caras, o incluso mentalmente enferma).

 

Otra obviedad, si alguien jura mintiendo clamorosamente, su respeto pierde enteros ante sus conciudadanos. La coletilla “por imperativo legal” opera como una suerte de artilugio psicológico, un preservativo mental, un dispositivo de seguridad que deja a salvo su franqueza y, por ende, su honorabilidad.

 

Acaso alguien barrunte que todo esto es demasiado teórico, que hoy día la gente miente, y ya está, sin remordimientos: que el “Procedimiento Radamente” no existía ni en la época de los griegos, que no era más que un tropo literario de soñador Platón. Nada más lejos de la realidad, empero. Una de las teorías más importantes de la Psicología actual es la de la “disonancia cognitiva”. Son muchos los estudios sobre la materia, como los ya clásicos de Lewin. Merece destacarse el artículo publicado en 1957 por Leon Festinger y James M. Carlsmith, donde con gran concisión explican como la gente no tolera un conflicto entres sus opiniones y comportamiento. Se trata de una ecuación cuyos extremos han de ajustarse. No es sólo que esté mal visto que alguien no obre conforme a sus principios, sino que el propio sujeto que mantiene en su interior esa contradicción propende a eliminarla. Por eso, si alguien se ve ante la tesitura de jurar en falso, no es plato agradable de digerir. Y, no por motivos religiosos, sino de coherencia personal. La higiene mental requiere un mínimo de integridad.

Demostración empírica de esta tesis fue el comportamiento del general Antonio Escobar. Siendo coronel de la guardia civil al tiempo del alzamiento que desencadenó la guerra española del ´36, se mantuvo fiel al bando republicano. A pesar de sus ideas conservadoras y de su acendrada fe católica, permaneció en el cargo, por respeto a su palabra, en acatamiento a su juramento de fidelidad al Gobierno que lo había nombrado. Y no de boquilla, sino que desempeñó con dedicación las más altas responsabilidades. Ascendido a general fue herido en acción de combate y terminó comandando la ofensiva de Extremadura, canto del cisne del ejército de la República. Acabada la contienda, no quiso huir y aguardó el Consejo de Guerra que lo condenó a muerte. Él mismo dirigió el pelotón de fusilamiento ante el que fue ejecutado. En cuanto su cadáver se hubo desplomado frente al paredón, sus verdugos le rindieron honores militares (Olaizola, 1983).

 

Obviamente, un supuesto excepcional. Sería aventurado pronosticar que los dignatarios vascos que juran por imperativo legal se fuesen a comportar tan corajudamente si se encuentran en semejante compromiso. Lo que nos interesa ahora es otra cosa: la fuerza simbólica del juramento.

 

En llegando a este punto, conviene hacer una recapitulación que incorpore su vertiente jurídica. Si se le exige a un Diputado, o a cualquier otro cargo, que jure, no es por un prurito ordenancista, ni por aferrarse a una etiqueta arcaica. Es porque se le pide (más propiamente, se le exige) un compromiso moral. Ni que decir tiene que no se le niega al político su derecho a luchar legítimamente para que cambie el ordenamiento jurídico. Incluso a impetrar la reforma de la Constitución. Asimismo, por pura coherencia, que ejercitando su libertad de expresión critique el orden normativo en vigor. Pero entretanto las normas continúen vigentes, ha de acatarlas. Y, algo más, ha de explicitar abiertamente que la posición institucional que ocupa resulta de su respeto a la Ley. Es una cuestión de legitimidad. El símbolo, como explicaba Foucault, es un instrumento de poder. Tiende una ligazón psíquica entre el representante y sus representados.

 

Pues bien, la coletilla por “imperativo legal” logra la cuadratura del círculo. Se jura, pero sin compromiso personal, sin poner en prenda el honor, la propia palabra. Es como si no se hiciera nada. Bien pensado, es terrorífico. El Estado español permite que en amplios sectores de su aparato de poder se ejerzan funciones que tienen su origen en la Constitución, pero sin rendirle el tributo moral que merece.

 

No olvidemos que las autonomías también son Estado, que el Presidente de la Comunidad es el representante de la autoridad central en el territorio regional y que ha sido nombrado por el Rey de la nación española.

 

En el fondo tal vez todo se deba a un malentendido. Hay quien cree que sólo es jurídico aquello que lleva anudado una sanción, un castigo. Así, se piensa que el juramento no compromete a nada. En primer lugar, eso no es exactamente de esa manera, pues la Ley Orgánica del Poder Judicial tipifica como infracción disciplinaria que los miembros de la judicatura quebranten los deberes de lealtad a que están ligados. Pero, en segundo lugar, la esencia del problema es otra. El juramento es el medio por el que la comunidad se asegura un mínimo de decencia en sus representantes, que el ejercicio de su función no sea una farsa. El objetivo es que el acto solemne a través del que acceden al ejercicio de los poderes de que están investidos no se encuentre contaminado por la hipocresía. Y para eso se utiliza un símbolo, fortísimo mecanismo psicológico, incluso para los hombres de la posmodernidad que perdieron la fe en lo sagrado. Un símbolo jurídico, no lo olvidemos.

 

Platón, muy lúcidamente, tras desechar el juramento para los pleitos privados, concluye que: “prestará juramento el juez cuando vaya a impartir justicia; lo mismo hará el que proponga a alguien para un cargo público (…)”-1988, 516-. De pura lógica. Lo contrario es privar de todo valor al acto solemne. Supongamos que el Presidente de los Estados Unidos jurase por imperativo legal. Sin duda, sus compatriotas lo motejarían de traidor. O, desde otra perspectiva, ¿quién se confiaría a un médico cuyo juramento hipocrático estuviese adornado con semejante coletilla?

 

Aventurémonos en una reflexión exclusivamente desde el Derecho. El juramento es un acto jurídico que, cuando se conforma válidamente, despliega los efectos que le son inherentes. En este caso, la adquisición de la condición de Diputado. No obstante, los actos sin causa o con causa ilícita, tal como prescribe el artículo 1275 del Código Civil son nulos. Y la causa es nula cuando se opone a las leyes o a la moral. El que jura por imperativo legal causaliza motivos ilícitos. No porque sea ilegal su aspiración de reformar el sistema normativo vigente, sino porque se aparta de la finalidad objetiva que da sentido al acto. Esto es, el compromiso personal que se le exige, aunque sea solamente en el plano simbólico. Y ese compromiso lo está traicionando. Aquí las “leyes” no se conciben como un singular producto positivo, sino como la plasmación de los principios que inspiran el ordenamiento jurídico, que no son otros sino el de la asunción sin reservas de la Carta Magna española. Ergo, el juramento por imperativo legal es nulo.

 

Sería necesario, consecuentemente, que de lege ferenda, se corrigiese la disfunción creada por el Tribunal Constitucional, merced a una reforma legal que suprima esta tragicomedia. Mientras tanto, el panorama, como se decía, es aterrador. La infidelidad institucional alojada en el tuétano del esqueleto del Estado, cuál carcoma que corroe las vigas del edificio constitucional. Quién sabe si la mayoría de las dolencias que sufre el País Vasco no derivarán de esta infección originaria, deslealtad a las más elementales expectativas de los ciudadanos.

 

 

 

 

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