Escarnio judicial

A continuación se incluye un polémico artículo del profesor don Alberto Lafuente Torralba aparecido en el periódico digital “Noticias de Navarra”, si bien lo publicamos en una versión extendida. dsc_0658

El texto resumido en este enlace:

http://www.noticiasdenavarra.com/2016/12/01/opinion/tribuna-online/el-escarnio-a-los-jueces

El texto completo, a continuación:

EL ESCARNIO A LOS JUECES

Todos hemos visto alguna vez las imágenes de esos fornidos guardianes del Palacio de Buckingham, con su reluciente casaca roja y tocados con un pesado bearskin, permaneciendo quietos como estatuas mientras los turistas les increpan, les toquitean y ejecutan otras mil formas retorcidas de amargarles la existencia. Al ver la recurrente escena, uno no puede evitar preguntarse si acaso no está en la naturaleza humana atormentar a aquel que, por el motivo que fuere, sabemos que no responderá al ataque.

La imagen de estos sufridos centinelas adquiere un potente sentido metafórico al parangonarla con aquellos otros guardianes, los que han recibido el mandato constitucional de custodiar la obra del legislador, juzgar con arreglo a ella y hacerla cumplir. Me refiero, obvio es decirlo, a nuestros jueces y magistrados. Se dirá que exagero, pues no hemos llegado aún al extremo de levantarles la toga para espiar lo que ésta esconde o tironearles de las puñetas. Sin embargo, tiempo al tiempo: si seguimos por el camino que a continuación describiré, creo que no tardaremos en presenciar tal espectáculo.

Se ha hecho moneda de uso común el desprecio hacia los jueces y sus resoluciones. Todo vale: desde tachar de parcial y “vendido” al togado que no comparte nuestro concepto de justicia, hasta las imputaciones de sectarismo ideológicoy las puras descalificaciones personales. Todo ello, cómo no, condimentado con el choteo descarado hacia unas sentencias que muchos incumplen con desdén y hasta con orgullo, como si lo que allí se dice fuese la ocurrencia de un señor de negro y no la realización misma del Estado de Derecho.

Este tipo de invectivas contra los jueces, que pueden ser tolerables en ciudadanos de a pie, se tornan preocupantemente nocivas cuando trascienden la tertulia del bar y son lanzadas por nuestros ¿responsables? políticos, que las vocean sin empacho ante cámaras y micrófonos.El fenómeno está alcanzando dimensiones escandalosas, aunque curiosamente nadie se escandalice más allá de los propios jueces y sus asociaciones profesionales, cuyas quejas son respondidas con el eco de la indiferencia. Ya asumimos como algo normal que en un caso como el de los EREs de Andalucía todo un partido arremetiera contra la juez de instrucción y la acusara de prevaricadora cada vez que era imputado alguien de sus filas. De igual modo, vemos normal que la diputada Celia Villalobos, a propósito de la causa abierta contra su partido por el borrado de los ordenadores de Bárcenas, afirme con desparpajo que “igual que un juez puede ser del Real Madrid o del Barça, lo será del PP, el PSOE o el Partido Comunista”, sugiriendo que estas presuntas simpatías partidistas de la instructora son el único cimiento que sostiene la causa. Y, llegando al extremo, a nadie causóespecial alarma que el portavoz del mayor grupo parlamentario del Congreso llamase“pijo ácrata” al juez que sobreseyó el proceso del 25-S.

Huelga decir que este tipo de comportamientos, procedentes de quienes debieran inspirar con su ejemplo, producen un efecto devastador en la conciencia pública de los ciudadanos, por cuanto socavan laimagen social de la Justicia y devalúan la credibilidad de las instituciones. Lo que dicen y hacen los políticos sirve de modelo a la gente: si quienes ocupan cargos de elección popular o representación política cuestionan continuamente la imparcialidad de los juzgadores, si les insultan y menosprecian su autoridad, están legitimando a los ciudadanos para hacer lo mismo. Y allí donde los jueces y sus decisiones no son respetados difícilmente puede hablarse de Estado de Derecho.

Son éstos algunos de los capítulos de esta historia de oprobio que me limito a citar a vuelapluma, porque no caben aquí los ríos de tinta que cada uno de ellos merecería. Sí me detendré un poco más, sin embargo, en un reciente ejemplo de este pujante deporte consistente en despotricar contra los jueces, pues posee dos connotaciones añadidas que incrementan su carga venenosa y lo hacen doblemente dañino. La primera de ellas es que el responsable del ataque es alguien que, tras más de veinte años asumiendo funciones representativas y de gobierno, se encuentra ahora apartado de la política activa. De este modo, conserva uno de los poderes que le brindaba su anterior ocupación, como es la capacidad para influir en la opinión pública, y ha perdido la virtud que moderaba aquel poder, como es la prudencia al expresar sus opiniones. Nada más perturbador que ese catártico “desmelenarse” de quien al fin se ve libre de los corsés de la política; cualquiera que lea o escuche las declaraciones ante los medios de algunos ex presidentes del Gobierno sabrá de lo que hablo.

La segunda connotación del caso que voy a comentar es que su protagonista incurre en un vicio muy extendido: lo que yo llamo “diletantismo jurídico”, sin duda la peor pesadilla de cualquier jurista. Hoy en día todo hombre, mujer y niño se siente autorizado para dar lecciones de Derecho sin admitir enmienda alguna, aunque lo más próximo a una ley que haya visto sea la portada del Código Civil que sostenía aquel concejal que casó a su primo. Temeridad que, desde mi punto de vista, resulta incomprensible, pues personalmente no me consideraría apto para pontificar sobre los aspectos técnicos de una obra de ingeniería o sobre los usos terapéuticos de las células madre. El autor de la diatriba ejemplifica muy bien esta tendencia a hablar con autoridad ficticia de aquello que no se sabe, pues es capaz de tomar una serie de actuaciones judiciales absolutamente normales, correctas y ajustadas no sólo a ley, sino al más elemental sentido común, y presentarlas como un abuso de poder rayano en la prevaricación. Error que no pasaría de provocarnos una sonrisa indulgente si no fuera porque los lectores menos avisados pueden llegar a creerse este tour de force del disparate jurídico y, por tanto, a dudar de la profesionalidad del juez contra el que se dirige.

Y bien, ¿cuál es el caso que ha llamado mi atención, hasta el punto de tener que dedicarle las líneas que siguen? Se trata de un artículo de opinión publicado en el Diario de Noticias de Navarra el pasado 16 de octubre, cuyo título nos pregunta retóricamente: “¿Para qué elegir un alcalde si lo que necesitamos es un sheriff?”. El escrito lo firma D. Santiago Cervera, antiguo diputado, ex Consejero de Salud de la Comunidad de Navarra y ex presidente del Partido Popular en dicho territorio, y en él se comenta el proceder del juez de instrucción que se encontraba en funciones de guardia cuando un colectivo “okupa” tomó un edificio en el centro de Pamplona, concretamente en el Paseo de Sarasate. Antes de entrar en materia, hay que precisar que el autor del artículo carece de formación jurídica –es licenciado en Medicinay especialista en gestión sanitaria-, a pesar de lo cual no duda en embarcarse en un “análisis” jurídico de la actuación del juez, censurándola desde su personal interpretación de la Constitución y las leyes procesales. Veamos qué pasó.

Según la grabación de audio que ha sido difundida, el juez, que se encontraba en el momento de los hechos transitando por el Paseo de Sarasate, efectuó una llamada telefónica a la Policía Municipal de Pamplona. Puesto en contacto con el jefe de sala, le pregunta si tiene constancia de la ocupación que está teniendo lugar, a lo que aquél responde afirmativamente y añade que tienen órdenes (suponemos que procedentes del Consistorio) de no intervenir. El juez pregunta si el propietario ha puesto denuncia y si está en desacuerdo con la ocupación del edificio. El mando policial confirma ambos extremos: en efecto, el gerente de la empresa propietaria está en ese preciso instante formalizando su denuncia, se opone a la entrada de los “okupas” y va a instar su desalojo. Llegados a este punto, el juez le recuerda al jefe de sala que están ante un hecho constitutivo de delito y por tanto, con independencia de las órdenes que hayan recibido, deben practicarse unas diligencias mínimas: acudir al inmueble, identificar a sus ocupantes e informarles de la negativa del propietario a que permanezcan en el lugar. El jefe de sala asiente, asegurando que impartirá las instrucciones oportunas, y el juez se despide, no sin antes solicitar el envío del atestado en cuanto dispongan de él. Fin de la conversación.

El firmante del artículo se muestra muy crítico con este proceder, despachándose con maneras (por decirlo finamente) un tanto agrias: considera “chusca” la imagen del juez llamando por teléfono a la Policía a la “hora del aperitivo” (para más inri) y haciendo gala de su “prepotencia”. Asimismo, le acusa de actuar “fuera del procedimiento que la ley establece”, cuando aún no figuraba ningún atestado ni constaba la posición del fiscal; de “suplantar” la función del alcalde o el concejal de seguridad como superiores jerárquicos de la Policía Municipal; y de no haber hecho a ésta un “requerimiento explícito” para que se pusiera a sus órdenes en funciones de Policía Judicial. Como colofón de la catilinaria y remedio contra tantos desmanes, el articulista invoca a la “sección disciplinaria” (sic) del Consejo General del Poder Judicial, no sin antes dejar todo un reguero de referencias despectivas y airear algunos datos sobre los movimientos habituales del juez (sitios por los que se le suele ver, etc.) que, por motivos de seguridad para todos evidentes, hubiera debido ahorrarse. En este sentido, produce un gran alivio que el Sr. Cervera no sepa (como él mismo reconoce en su artículo) dónde vive Su Señoría: algo es algo.

Olvidemos por un momento que el carácter de “Policía Judicial” se predica no sólo de las correspondientes unidades orgánicas integradas en el Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia Civil, sino en general de todas las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad sean estatales, autonómicos o locales cuando sean requeridos para auxiliar al juez en la investigación del delito y el descubrimiento de sus autores. Olvidemos que este requerimiento no exige ninguna especie de fórmula sacramental, como parece entender el articulista, sino que puede derivar de la comunicación directa entre el juez y los funcionarios policiales y más en un caso de flagrancia delictiva como el presente. Olvidemos que todos los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, cualquiera que sea su naturaleza y dependencia, tienen la obligación de practicar las primeras diligencias de prevención en cuanto tengan noticia de un hecho con apariencia delictiva, diligencias que incluyen acudir de inmediato al lugar de los hechos, tomar los datos personales de cuantos allí se encuentren e identificar a los sospechosos. Y olvidemos, en fin, que éste es un deber taxativamente impuesto por el ordenamiento jurídico y, por tanto, debe cumplirse sí o sí, le parezca bien o le parezca mal al señor alcalde. Esto último no es negativo: al contrario, supongo que a todos nos reconforta que la Policía intervenga en cuanto la conste un delito del que cualquiera de nosotros podría ser víctima, sin tener que demorar su entrada en escena hasta que un edil se avenga a darle el plácet.

Como digo, olvidemos todo lo anterior, porque para desarbolar el curiosísimo planteamiento del Sr. Cervera basta con usar la lógica: si usted, ciudadano que lee estas líneas, va un día andando tranquilamente por la calle y, de repente, ve a alguien saqueando un comercio o reventando la cerradura de una casa, hará lo que le impone la ley y le dicta el sentido común, que es sacar su teléfono móvil y avisar a la Policía. Si usted no sólo es ciudadano, sino que además es el juez de guardia, llamará con mayor razón, pues al deber cívico se unen en este caso las responsabilidades profesionales: en una tesitura así, qué menos que llamar a la Policía para saber si está al tanto de la situación y, si lo está, cuáles son sus planes al respecto. Esto resulta obvio para cualquier persona. Para cualquiera, menos para el autor del artículo. Desde su punto de vista, si el juez sorprende a alguien en el acto de delinquir, lo que tiene que hacer es pasar de largo y fingir que no ha visto nada: simplemente, mantener su “Samsung” bien guardadito en el bolsillo (no vaya a ser que alguien le acuse de prepotente) y limitarse a esperaren su despacho a que, algún día, le llegue el atestado policial y el informe de Fiscalía.

Naturalmente, las cosas no funcionan así: si el juez de guardia presencia en primera persona un delito flagrante y perseguible de oficio, del que no ha recibido noticia alguna por parte de la Policía, lo lógico es que la llame para comprobar si está enterada o no y, en caso afirmativo, para saber qué se ha hecho hasta el momento y ordenar las diligencias más básicas e inaplazables. A este respecto, recordemos que aquí lo único que le dice el juez al jefe de sala es, primero, que identifiquen a los autores de la ocupación inconsentida, diligencia que conviene acometer antes de que éstos “desaparezcan”, se oculten o atrincheren en el inmueble y que, en cualquier caso, urge adelantar para poder proveerles de asistencia letrada desde el principio; y, segundo, que les informen de la oposición expresa del propietario, cuestión que también conviene aclarar cuanto antes dado que, en muchos casos de usurpación inmobiliaria, los ocupantes fundan su conducta en una supuesta tolerancia del dueño o en la creencia de que el edificio estaba abandonado. Otra cosa es que, bajo estas simples instrucciones del juez, que no dañan derecho fundamental alguno y van referidas a actuaciones que, en cualquier caso,la Policía tendría que realizarmotu proprio sin esperar a que se lo ordenen, se ocultara el propósito subliminal de empujar a los agentes del orden a efectuar un desalojo forzoso. Sin embargo, esto no pasa de ser una intuición del Sr. Cervera, que (como veremos ahora) no es lo que se dice un observador imparcial. El lector hará lo que considere oportuno, pero personalmente confío más en la grabación publicada en los medios que en los pálpitos del articulista.

A estas alturas de la historia, es inevitable preguntarse qué pudo llevar al ex político a verter unas críticas tan visceralescomo mal encaminadas y a irrumpir con ese brío (cual elefante en cacharrería) en un ámbito tan ajeno a su cualificación profesional. El motivo lo descubrimos a las pocas líneas y, en este punto, no cabe sino elogiar la sinceridad del Sr. Cervera: ciertamente no es objetivo, pero tampoco pretende serlo y, por lo menos, se le ve venir a la legua. El autor nos cuenta que él “sufrió” en sus propias carnes la “prepotencia” de este juez instructor cuando fue investigado en el “caso de las murallas”, con base en una serie de extrañísimas coincidenciassobre las que no procede extenderse aquí. Seguramente es esta experiencia personal como imputado (o “investigado” en la neolengua del legislador) la que ha inoculado en el articulista una falsa sensación de dominio del proceso penal. Y digo falsa, porque una experiencia de ese tipo no le convierte a uno en jurista, del mismo modo que viajar regularmente en avión no capacita para impartir clases de vuelo ni ser toro de lidia te hace experto en tauromaquia.

El Sr. Cervera dedica buena parte de su artículo a relatar su particular viacrucis en aquel proceso, centrándose en un episodio concreto que a sus ojos representa la quintaesencia de la humillación: después de interrogarlo, el juez “se puso estupendo” y le hizo dejar en la sala su teléfono móvil hasta que terminaran de declarar los testigos, a fin de que no pudiera comunicarse con ellos. Si bien en aquel momento obedeció por miedo (o porque estaba “acojonado”, según sus propias palabras), considera que esa retirada temporal de su Smartphone constituyó un atropello inadmisible y un paradigma de “cómo las gasta el personaje”. Las razones que ofrece son dos: la primera es que “no tenía intención de llamar a nadie salvo a su madre”, ni se le hubiera ocurrido pedirle a un testigo que contara algo distinto de la verdad. La segunda es que, en su opinión, “un teléfono es la extensión del derecho constitucional a la libre expresión y comunicación”, por lo cual, si el juez quería “requisarle” el móvil, tendría que haberlo hecho a través de un auto razonado y no “abusando de su impostura”.

En verdad, ante este peculiar argumentario uno no sabe por dónde empezar. En primer lugar, parece claro que el Sr. Cervera se sintió poco menos que ultrajado por el hecho de que el juez recelara de él y de la pureza de sus intenciones. No obstante, nuestro articulista ha de tener en cuenta que el juez de instrucción no es una figura que se haya creado para tratar con teletubbies de bondad indubitada: por el contrario, ha de vérselas con personas frente a las que existen indicios racionales de criminalidad, indicios que podrán verse confirmados o no en el curso del proceso pero que, de momento, exigen adoptar determinadas precauciones. Al fin y al cabo, una cosa es la presunción de inocencia, entendida como imposibilidad de condenar a nadie sin prueba de cargo suficiente, y otra la confianza ciega en la bonhomía del sospechoso. Un buen juez respetará siempre la primera, pero evitará caer en la segunda. No existe -debo decir que afortunadamente- un derecho a la ingenuidad del juez.

El segundo argumento del Sr. Cervera me ha suscitado -debo reconocerlo- una honda preocupación, pues observo cómo en la vida cotidiana se nos prohíbe, o prohibimos con carácter temporal, el uso de teléfonos móviles, de esas “extensiones del derecho a expresarnos y comunicarnos libremente”, sin que exista auto judicial que ampare tal injerencia. Yo mismo lo hago: cada vez que hago pasar a mis alumnos por el trance de los exámenes, les ordeno despojarse no sólo de mochilas, bolsos y carpetas, sino también de teléfonos móviles, ordenadores portátiles e instrumentos análogos. Tras leer la ponderada opinión del articulista, temo el día en que un alumno se niegue a separarse de su Smartphone o su tablet sin la preceptiva autorización judicial y exija tenerlos a su alcance durante la realización del examen. Cuando eso suceda, sin embargo, yo pienso hacer lo mismo: cada vez que una azafata de vuelo me ordene interrumpir las conversaciones telefónicas con familiares y amigos y apagar mi terminal, enarbolaré mi derecho a comunicarme libremente hasta que me traigan un auto motivado.

Realmente, y como vulgarmente se dice, el Sr. Cervera ha abierto un “melón” de consecuencias imprevisibles. Cuando la Policía detiene a un delincuente, le incauta sus efectos personales, que le serán devueltos tras su puesta en libertad. Entre esos efectos suele figurar, cómo no, su teléfono móvil, que será retenido durante todo el período que dure la detención: no estamos hablando de la franja horaria en que se tomó declaración a los testigos que menciona el articulista, sino de un máximo de 72 horas, tres días completos, en los cuales el detenido no puede usar el móvil ni efectuar más llamada que la que indica el artículo 520, aparatado 2º, letra “f” de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Y todo ello, para escándalo del lector, sin la cobertura de un auto motivado: de hecho, sin que el detenido haya visto todavía, ni tenido contacto alguno, con un miembro de la carrera judicial.

Pero lo peor llega, paradójicamente, una vez que entramos en la sede del juzgado y comienzan los interrogatorios de partes y testigos en presencia del juez. Porque la retención del teléfono móvil que padeció el Sr. Cervera no es nada comparada con el trato que, habitualmente, se inflige a los declarantes: el juez, ese ser perverso y desalmado, llega al extremo de obligar a quienes ya han declarado a permanecer dentro de la sala hasta que concluyan todos los interrogatorios, a fin de que no puedan comunicarse con quienes esperan su turno en los pasillos. Esto es lo que habitualmente se hace, incluso en procesos civiles en los que sólo se ventilan intereses pecuniarios: a los declarantes se les priva de algo más sagrado si cabe que su teléfono móvil, se les priva de su libertad personal para desplazarse donde quisieren. Un secuestro en toda regla, que los malvados jueces perpetran sin dictar ningún auto que justifique tal barbarie.

Los ciudadanos a los que el destino convierte en miembros de un jurado no lo pasan mucho mejor. Cuando entran en la sala de deliberaciones, llega un funcionario y les retira los teléfonos móviles para evitar que puedan comunicarse con el exterior. Únicamente se les facilita un número de contacto con la Oficina del Jurado para solventar los problemas domésticos o logísticos que pudieran surgirles. Así permanecerán durante el tiempo que tarden en alumbrar su veredicto, que puede alargarse y exigir incluso la pernocta en un hotel. Y todo ello, nuevamente, sin que exista un auto ad hoc que justifique la desposesión.

El panorama resultante es francamente terrorífico: por lo visto, en nuestro país se están llevando a cabo violaciones masivas y sistemáticas de derechos fundamentales, sin que ni los profesionales del foro, ni los estudiosos ni los organismos internacionales se hayan percatado de ello. Sólo el Sr. Cervera ha sabido descubrirlo y denunciarlo, aunque -pensándolo mejor- también cabe otra posibilidad: que se haya aventurado por caminos que no conoce y esté equivocado.

Me temo que éste sea el caso. Y menos mal porque, de llevar el planteamiento del Sr. Cervera a sus últimas consecuencias, cada vez que una compañía telefónica quisiera cortarle la línea a un abonado moroso tendría que andar pidiendo autorizaciones judiciales a fin de no violar la libertad de expresión o vaya usted a saber qué derecho inalienable. En realidad, cuando hablamos de teléfonos móviles y proceso penal, hay dos derechos fundamentales que interesa preservar: el secreto de las comunicaciones que tienen lugar a través de estos medios y el derecho a la intimidad sobre los datos e informaciones almacenados en ellos. La invasión de uno u otro se considera suficientemente grave como para requerir la correspondiente resolución del juez, en la que se dé razón detallada de la idoneidad, necesidad y proporcionalidad de la medida.

Obviamente, aquí no estamos hablando de eso: hablamos simplemente de retener el soporte físico del móvil mientras declaran los testigos, no de interceptar comunicaciones ni de acceder a contenidos; en definitiva, de una cautela razonable, de escasa duración y con una incidenciamuy leve en los derechos del investigado, más allá del trastorno que le suponga no poder llamar de inmediato a su progenitora. La necesidad de impedir todo contacto entre los declarantes es algo que, además, la ley le impone de modo terminante al juez, a cuyo fin éste debe adoptar las medidas oportunas. Este último aspecto debe subrayarse: el afán de limitar las posibilidades de comunicación con los testigos no responde, en contra de lo que parece pensar el articulista, a la malquerencia o la manía persecutoria del instructor, sino a la voluntad de nuestros legisladores. Como fácilmente puede advertirse, el objetivo no es otro que alejar cualquier sospecha de influencia o confabulación que pudiera ensombrecer la verosimilitud de los testimonios. Por eso es extraño que nuestro articulista se sienta ofendido por una medida enderezada simplemente a cumplir un mandato legal impuesto al juez, medida que, además,ayudó a hacer más creíbles sus respuestas y las de los testigos.

Sea como fuere, si el columnistavuelve a encontrarse en el futuro en una tesitura semejante–esperemos que no-, le animo para que exija ese auto legitimador de la retirada de su móvil. Hay jueces con un gran sentido del humor, que dedicarían gustosos un momento a redactar tan pintoresca resolución.

Llegamos a la traca final. Concluye el Sr. Cervera anunciándonos la posibilidad de que le detengan por “desacato” con motivo de su artículo, ante lo cual, y en una admirable muestra de arrojo, no piensa callar ni amilanarse. Reconozco que en un principio me tomé esta parte como una licencia humorística del autor pero, a la vista de las despropósitos que la preceden, temo que realmente el articulista crea -y haga creer a los lectores- lo que está diciendo. Me limitaré a señalar dos cosas: primera, en nuestro país no existe el delito de desacato (desapareció de nuestra legislación penal hace más de veinte años). Segunda: si hubiera que calificar penalmente las invectivas del Sr. Cervera, sólo cabría pensar en unas injurias hechas con publicidad o en una falta de la consideración debida a la autoridad, delitos que por sí solos, y en atención a su reducida pena (una simple multa), nunca podrían dar lugar a la detención. En definitiva, un nuevo disparate jurídico que, sin embargo, reporta dos logros a su autor: uno, transmitir a los lectores el falso mensaje de que, en este país, cualquier persona puede ser arrestada ipso facto por criticar a un juez, al más puro estilo gestapiano; y dos, presentarse teatralmente como un mártir de la libertad de expresión, capaz de sacrificar su libertad para denunciar las tropelías de los poderosos.

Espero que el tono jocoso que en ocasiones he utilizado no induzca al lector a frivolizar el artículo comentado y subestimar la responsabilidad de su autor. Al contrario: en ese artículo se hacen acusaciones muy graves sin más base que la animadversión de quien lo firma hacia un determinado juez, adornada con una serie de consideraciones que, llegados a este punto, sólo pueden calificarse como ocurrencias pseudo jurídicas. El autor va más allá de la mera crítica de resoluciones judiciales, algo normal y deseable en un Estado de Derecho, y se adentra en un terreno -el de la descalificación personal- que difícilmente puede entenderse amparado por la libertad de expresión. Se diría que la actuación en el asunto de Sarasate es lo de menos; si acaso, una mera excusa para saldar viejas cuentas con quien en su día se limitó a cumplir su función institucional, que es investigar el delito, aprovechando para ellotanto la “fuerza de pegada” de los medios de comunicación como la nula capacidad de réplica del juez atacado. Aquí es donde cobra sentido la metáfora de los guardianes del Palacio de Buckingham con la que iniciamos este artículo: como ellos, las más de las veces el juez ha de soportar impertérrito las censuras carentes de fundamento que socavan su honor. No es imaginable, pues no casa con la dignidad de su función ni se lo permite su abrumadora carga de trabajo, que el juez se enfangue en una gresca mediática con cada ciudadano disconforme con su actuación. Sólo le queda la posibilidad de solicitar amparo al Consejo General del Poder Judicial, que en demasiadas ocasiones se traduce en lo contrario: en desamparo y frustración de quien, esperanzado, decidió acudir a esta vía.

En definitiva, debiera saber el Sr. Cervera que, si hubo algo que le disgustó en la instrucción del asunto de las murallas, debiera haberlo denunciado a su debido tiempo y en la sede adecuada, solicitando ya la revocación de posibles resoluciones contrarias a Derecho, ya la exacción de una hipotética responsabilidad disciplinaria. Lo que no tiene sentido es venir después de varios años y montar una pataleta por cualquier cosa que resuelva este juez, menoscabando su imagen pública –y la de la Justicia a la que representa- sólo para desquitarse de supuestos agravios pasados. En este caso concurre una agravante, puesel articulista perpetra un simulacro de argumentación jurídica en el que mezcla sin mucho tino unos cuantos tecnicismos legales, algunos de ellos tomados de las “pelis” de juicios –como sucede cuando se ve a sí mismo detenido por “desacato”-. Y digo que es una agravante porque, al leer esos términos jurídicos lanzados como dados al aire, algunos lectores, que lógicamente no van a ir en busca de un abogado para contrastar las opiniones del Sr. Cervera, pueden llegar a creer que sabe de lo que está hablando.

Por mi parte, sólo me resta esperar que las líneas precedentes hayan despejado esta ilusión.

 

 

Alberto Lafuente Torralba, Doctor en Derecho y Profesor de Derecho Procesal.

Zaragoza, 21 de noviembre de 2016.

 

2 comentarios sobre “Escarnio judicial

  1. Más allá del elemento de “vendetta” que informa todo este artículo, artículo que, por otra parte, no tengo muy claro a qué puerto pretende arribar, me gustaría poner de manifiesto una cierta hipocresía que gira en torno a la labor del juez y su “independencia”. Para mí, no me cabe duda que un juez que realiza la acción que describe el profesor en su artículo está tomando una opción política determinada, máxime cuando el propietario del inmueble no es un particular. De hecho, uno de los problemas de la judicatura es pretender hacer creer que la independencia y la imparcialidad suponen que, ante un caso determinado, todo juez tenderá a tomar la misma decisión, “la decisión ajustada a derecho”. Este argumento es falso, y bien lo saben los políticos cuando permiten a los jueces “ordenarse” en asociaciones para, posteriormente, influir sobre ellos y ascender a los más afines políticamente.
    Anualmente, llevo 700 pleitos de Seguridad Social y sé perfectamente que las decisiones que toman los jueces, conocidas como sentencias, están influenciadas, y no en parca medida, por su ideología. Pretender hacer creer lo contrario es condenar a los ciudadanos a la ingenuidad.
    Sin duda, hay jueces más “profesionales” que otros, menos contagiados; creo posible aspirar a un mejor control de los sesgos cognitivos de los magistrados, pero de ahí a pensar que el juez es meramente “la boca de la ley”, hay un abismo.

    1. Estimado David: en primer lugar, agradezco de veras su opinión. Siempre es grato observar que el trabajo de uno no pasa inadvertido y merece la atención de los internautas, aunque ésta se traduzca en comentarios desfavorables.

      Puede que tenga usted razón en el elemento de “vendetta” que indica, pero permítame una precisión: no conozco al Sr. Cervera, no me ha hecho nada malo ni tengo nada en contra de él. Sin embargo, es posible que lo haya tomado como una especie de “Jesucristo” condenado a pagar no sólo por sus pecados, sino por los de todos sus semejantes. Llevo tiempo observando cómo el ámbito del Derecho, y en especial la labor de los jueces, se ha convertido en pasto de la opinología más frívola y desinformada. Usted también es jurista e imagino que las lecciones sobre Derecho de absolutos analfabetos jurídicos le producen la misma sensación urticante que a mí. El artículo del Sr. Cervera ha sido la gota que ha colmado “mi” vaso y lo que, en definitiva, me ha decidido a volcar sobre el papel cosas que llevaba tiempo rumiando.

      Por lo demás, lo que apunta sobre la ideología de los jueces y demás, son temas en los que no me meto y que, de hecho, no son propiamente objeto de mi artículo, que se centra más bien en explicar corrección jurídica de la actuación del juez (y, paralelamente, la escaso fundamento jurídico de las pontificaciones de Cervera). Simplemente, creo que la misión institucional de un juez es demasiado importante como para abandonarlo en el foso de opinólogos de medio pelo y someterlo al escarnio público de personas que ni saben ni quieren saber. Podría decirse -y lo lamento si no lo he dejado claro en mi artículo- que ése es el “puerto” al que quiero llegar.

      Un cordial saludo y, nuevamente, gracias por su opinión,

      Alberto Lafuente

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