Fiscal investigador y corrupción

Los jueces instructores están destapando focos de corrupción hasta ahora ocultos. Sus polémicas actuaciones, como en el caso S.A.R. doña Cristina, han generado un debate social y juridídico  en cuyo contexto el Gobierno pretende atribuir la investigación criminal a la Fiscalía, actualmente dependiente del Ejecutivo.

¿El reemplazo del juez instructor por un fiscal investigador es una reacción de una clase política cada vez mas temerosa por los escándalos de corrupción?

La Plataforma ha elaborado un informe sobre el borrador del Código Procesal Penal donde se estudia con rigor jurídico este candente problema cuyo texto se transcribe íntegro:

INFORME DE LA PLATAFORMA CÍVICA POR LA INDEPENDENCIA JUDICIAL SOBRE EL ANTEPROYECTO DE CÓDIGO PROCESAL PENAL

         “Los jueces de instrucción, salvo honrosas excepciones, son por antonomasia, parciales, más inquisidores que garantes, debido a los prejuicios que inevitablemente genera la instrucción penal” (artículo aparecido el 16-I-10 en el periódico “El Día”).

Eligio Hernández, Fiscal General del Estado (1992-1994)

 

1. Introducción: ¿es necesario acabar con la figura jurídica del juez instructor?

El Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, hizo público a finales del pasado mes de febrero de este año 2013 un anteproyecto de Código Procesal Penal que vendría, si se cumplen los objetivos del actual Ejecutivo, a derogar la actual Ley de Enjuiciamiento Criminal, en vigor desde 1882.

La noticia llega en uno de los momentos más difíciles de la reciente historia de nuestro país, cuando la crisis económica y la corrupción están difundiendo un sentimiento de hartazgo y desconfianza hacia los poderes públicos que amenaza con debilitar las instituciones constitucionales. Entre la ciudadanía avanza la creencia de que la clase política se ha convertido en una superestructura parásita que, lejos de velar por el bien común, está al servicio de intereses partidistas. En este contexto surge el texto de la futura ley procesal cuya innovación más significativa es la supresión del tradicional juez instructor, reemplazado por un “fiscal investigador”.

Preguntémonos por qué el juez instructor debe desaparecer, aspiración ésta que comparten tanto Gobierno como oposición y que viene de antiguo, como muestra cita de Eligio Hernández, en su día uno de los Fiscales Generales del Estado más polémicos. La Plataforma Cívica por la Independencia Judicial (PCIJ), con la libertad que proporciona la pluralidad de nuestros miembros y la absoluta desconexión de cualquier interés político o económico, intentará responder a esta pregunta valiéndose de los argumentos que proporciona la ciencia del Derecho, sin caer en una demagogia que desgraciadamente es tan frecuente en una materia como ésta. Y es que llama la atención que las formaciones parlamentarias mayoritarias, ya estén situadas a la derecha o la izquierda, estén conformes en la necesidad en transformar al fiscal en director de la investigación criminal. ¿Es acaso el fiscal instructor la institución que nuestro país necesita para devolver al pueblo español la confianza en sus políticos?

La PCIJ formulará preguntas incómodas, esas que suelen escamotearse cuando los problemas jurídicos no se abordan desde el rigor intelectual sino desde la complicidad partidista. Esta reflexión, aun siendo jurídica, se suscitará en unos términos que sean comprensibles no sólo para los juristas, pues es un asunto que afecta a todos los ciudadanos.

La respuesta a estos interrogantes exige determinar cuáles sean las desventajas inherentes a la figura del juez instructor. E, igualmente, si el remedio para corregir dichas eventuales deficiencias consiste en atribuir la investigación criminal a la Fiscalía. Pongámonos en guardia contra uno de los equívocos más frecuentes que se condensa en esta idea: si el juez instructor no debe investigar, es porque debe hacerlo el fiscal. Este planteamiento encierra un sofisma, pues los vicios del órgano jurisdiccional no equivalen a virtudes del Ministerio Público. Tal vez haya que buscar otra salida al problema, una vía que no sea ni nuestro tradicional juez instructor ni el Ministerio Público. A ello nos dedicaremos a continuación.

2. El juez instructor: ¿un inquisidor esquizofrénico?

Pues bien, al juez instructor se le reprocha su parcialidad e ineficacia. Según se lee en el actual anteproyecto, su “neutralidad” queda comprometida al encomendársele simultáneamente el esclarecimiento de la verdad y la garantía de los derechos del reo. El significado de esta formulación técnico-jurídica, traducido a un lenguaje para los que no son especialistas, se concreta en el riesgo que de ese juez actuara movido por prejuicios contra los ciudadanos, los cuales estarían sometidos al imperio del “heredero del Inquisidor” (sic). Con este bagaje psicológico sería más que difícil investigar y defender al reo simultáneamente, por lo que se vería abogado a una “esquizofrenia” que redundaría en perjuicio de la presunción de inocencia.

En efecto, es real el peligro de que el investigador pierda la objetividad y se deje arrastrar por su deseo de castigar al culpable, de atrapar al delincuente a cualquier precio. Son los “sesgos cognitivos” de los que habla el propio Prelegislador. Ahora bien, esta propensión a apartarse de la verdad no sólo afecta a los jueces, sino a todos los intervinientes en el proceso penal. El Tribunal Supremo Norteamericano ha advertido contra estas desviaciones, precisamente en un sistema donde es la Fiscalía la que dirige la investigación criminal. Estos son sus literales términos:

Prosecutors and policemen simple cannot be asked to maintain the requisite neutrality with regard to their own investigations” (Simplemente, no se le puede pedir a fiscales y policías que mantengan un minimo de neutralidad sobre sus propias investigaciones). Coolidge v. New Hampshire, 4003 U.S. 443 (1971). U.S. Supreme Court

Las mismas preocupaciones las hallamos en la doctrina europea. Según Bernd Schüneman, profesor de la universidad de Munich, al instructor le resulta muy difícil guardar “la distancia valorativa respecto de sus propias investigaciones”. Sentada esta premisa, no se termina de entender porque ese temor se manifiesta sólo contra los jueces y no también contra los fiscales. Tanto el Partido Socialista Obrero Español como el Partido Popular convergen en este punto. Una aquiescencia tal no deja de ser inquietante.

Por otro lado, al abordar cuestiones como estas es necesario el mayor rigor científico. ¿Están estos temores respaldados por datos comprobados empíricamente? La imagen de un juez instructor español empecinado en descubrir a sangre y fuego a los delincuentes no casa con los miles de archivos que producen rutinariamente nuestros juzgados, servidos por unos magistrados agobiados por el trabajo y que dedican lo más de sus esfuerzos a tareas burocráticas y a resolver criminalidad de bagatela, como los juicios de faltas.

El reto es hallar los supuestos beneficios que reportaría entregar la dirección de la investigación criminal a la Fiscalía. Sabemos que, por imperativo constitucional, su estructura jerárquica, tras una cadena más o menos larga, culmina en el Fiscal General del Estado, designado éste por el Gobierno. Pero esta no es la objeción más importante, ya que teóricamente cabría reforzar legalmente la autonomía de los fiscales e incluso propugnar una reforma de la Carta Magna para dotarlos de real independencia, a imitación del régimen italiano. Insistamos, las mayores objeciones no proceden de este cambio, sino de la posición procesal que el Ministerio Fiscal ocupa en el diseño procesal. El Fiscal es una parte y, por mucho empeño que ponga en servir a la verdad material, actúa por sus expectativas de obtener un pronunciamiento judicial. Los señores fiscales no son ángeles venidos del cielo, sino seres humanos, con sus prejuicios, temores, ilusiones e inquietudes. Exactamente igual que los jueces. Concentrar en una misma parte el poder de acusar y de investigar es una osadía procesal de consecuencias imprevisibles.

En realidad, no tan imprevisibles, ya que contamos con la experiencia de otros países donde los fiscales ya dirigen la investigación. Nótese que estos modelos no se definen sólo por cambiar la titularidad de la instrucción, sino por introducir el principio de oportunidad así como por ensanchar la justicia negociada. El actual Anteproyecto sigue también esta corriente. El resultado suele ser que los reos con menos recursos económicos, incapaces de contar con un buen equipo de abogados que presione ante la Fiscalía, vean empeorar su posición procesal. La Asamblea Nacional del Conseil National de Barreaux (consejo nacional de la abogacía francés) puso de relieve en el año 2009 esta deriva contra reo, precisamente cuando la Expresidente Sarkozy acarició la idea de acabar con el tradicional juez instructor. Entre nosotros, donde ya funciona con carácter limitado una conformidad de alcance menor que la que propone el Anteproyecto, se producen cotidianamente escenas como la que describe el magistrado Joaquín González Casso:

“Al detenido se le lleva, después de uno o dos días en el calabozo de comisaría, en un estado psicológico deplorable ante un juez y allí se encuentra con un representante del Ministerio Fiscal, un abogado designado la mayor parte de las veces de oficio y los policías que le detuvieron a la puerta del juzgado dispuestos a ratificar el atestado. Tiene dos opciones: a) conformarse y que se le imponga una pena normalmente al mínimo legal por el premio de la reducción en la tercera parte y la posibilidad de la suspensión de la ejecución de la pena o b) no conformarse, con el incierto resultado de un juicio en el que puede ser absuelto, pero también recibir una condena el doble o el triple de la que se le ofrece en el juzgado de guardia. ¿El lector que elegiría?”

Evidentemente, siempre sería concebible articular cautelas para minimizar estas u otras situaciones indeseables. Pero subsiste la misma duda: ¿cuál es la ventaja de transformar al fiscal en investigador, cuándo tantas dificultades entraña?

Alejandro María Benito López y Ramón Sáez Valcárcel, magistrados partidarios de la reforma a favor de un fiscal investigador, han reconocido que la experiencia muestra, en otros países donde ya opera, redunda en “el aumento progresivo del poder de los servicios de policía y una relegación a tareas burocráticas de la fiscalía”. Aun así, prefieren el nuevo sistema, por incorporar un  “mecanismo de control de la calidad del trabajo policial”. Quizás esta sería la ventaja, pero no se justifica, sin embargo, la razón por la cual los individuos integrantes del Ministerio Público desempeñaría mejor que el juez semejante tarea inspectora.

Mas no quedan aquí las cosas, puesto que habría que repensar ciertos riesgos inherentes a la estructura jerárquica de la Fiscalía, no siempre evidentes. No hablamos ahora de la proximidad al poder político, sino de la gran concentración de poder fáctico de los superiores, los cuales poseen la facultad de modificar las condiciones labores de sus subordinados: permisos, vacaciones, destinos, distribución de trabajo, sanciones disciplinarias…en definitiva, un vastísimo margen para, de una manera sutil, incomodar a un fiscal molesto y encauzar sus actuaciones por donde convenga en un asunto determinado. Es meridiano que semejante interferencia sería más dificultosa con un juez, constitucionalmente protegido en su independencia.

Sea como fuere, cuesta trabajo imaginar que un fiscal investigador, o cualquier otro órgano similar, estuviese sometido a mayores controles que los que ya actualmente pesan sobre nuestros jueces instructores. Así, el Ministerio Fiscal, según la actual redacción de nuestra vigente ley procesal penal, tiene encomendadas facultades se supervisión sobre la actividad instructora de los magistrados, con pleno conocimiento de las actuaciones, secretas o no; por otro lado, la policía judicial depende orgánicamente del Ministerio del Interior, no del juzgado, el cual ni siquiera está investido de potestades disciplinarias sobre los agentes; además, examinando ya en el órgano jurisdiccional, la figura del secretario judicial supone un contrapeso a las hipotéticas arbitrariedades de algún juez descarriado, al ser titular aquél de la fe pública, la documentación del expediente así como el depósito de autos y efectos; e, igualmente, los miembros de la oficina judicial no son empleados del magistrado, como si de una Notaría se tratara, sino funcionarios con plaza en propiedad que no dependen laboralmente del juez, el cual ya ha perdido la condición de jefe de personal. Nótese que Fiscalía, Policía, Secretaría y Oficina, directa o indirectamente, están conectadas con el Poder Ejecutivo. Solamente faltaba una pieza en este mecanismo que ahora está a punto de ingresar en su órbita.

Por otro lado, conviene recordar que todas las resoluciones de los jueces instructores son recurribles ante la Audiencia Provincial, amén de que quedan documentadas en unas diligencias escritas que permiten reconstruir sus decisiones y, de este modo, detectar irregularidades. Más adelante comentaremos con más detalle este expediente, pues su valor suele pasar desapercibido.

3. La ineficacia del juez instructor.

Aquí se suscita otro asunto fundamental, el de la eficacia. Esta sería una de las principales ventajas del cambio de modelo. Como observa cáusticamente el catedrático Gimeno Sendra: “la policía hace mucho más trabajo en tres días que los jueces en meses e incluso en años”. Es un lugar común sostener que ante las nuevas formas globalizadas de delincuencia, el modelo del juzgado de instrucción está obsoleto. Por eso sería necesario una institución como la Fiscalía, dotada de un mando único y extendida por todo el territorio nacional. Según el Anteproyecto: “los expresados principios (de unidad y dependencia jerárquica) permiten la aplicación de criterios coherentes y el seguimiento de prácticas uniformes en la dirección de la investigación penal en los ámbitos de la criminalidad y en todo el territorio nacional”.

Repárese, antes de nada, que al Legislador le sería bien fácil retener las ventajas de unidad de la Fiscalía y evitar los riesgos de manipulación. Bastaría con impedir legalmente a los superiores que impartieran órdenes concretas a sus subordinados sobre ningún asunto judicial en curso – tal como sucede en la actualidad entre nosotros con los secretarios judiciales, ya jerarquizados. Empero, los partidarios del nuevo sistema no sólo defienden por esta injerencia en cada caso particular, sino que propugnan la avocación de los expedientes y la fungibilidad de los investigadores. Obviamente, en al Anteproyecto ni se plantea estas opciones, por lo que no es de extrañar que los ciudadanos recelen de un poder político que impulsa reformas tan cercanas a sus intereses partitocráticos.

Sea como fuere, en nuestro país ya contamos con órganos como la Audiencia Nacional cuya competencia abarca todo el territorio nacional. Sería teóricamente factible crear estructuras de naturaleza judicial de demarcación provincial, regional o nacional investidos de atribuciones que no se restringieran a las materias ahora reservadas a los Juzgados Centrales de Instrucción. Volveremos sobre este punto, si bien ahora basta con retener no es necesario endosar la investigación a la Fiscalía para gozar de las ventajas de la unidad y coordinación que aconsejan una eficaz lucha contra la delincuencia.

4. La influencia del sumario en el plenario.

Al margen de lo anterior, en el Anteproyecto se contiene otro de los argumentos que con más frecuencia se esgrimen por la doctrina oficialista, a saber: la indebida influencia del sumario en el plenario. Así, el Prelegislador afirma que “al intervenir el órgano judicial en la práctica de las diligencias de investigación, las actuaciones sumariales en las que existe contradicción se muestra materialmente idénticas a actos de prueba, lo cual entraña el riesgo de su transformación en tales (…)”.

He aquí uno de los puntos más complicados de todo nuestro sistema procesal. Entre nuestra doctrina perdura un temor muy antiguo, que se remonta como mínimo al siglo XIX, a los tiempos de don Alonso Martínez (ministro artífice de nuestra actual Ley de Enjuiciamiento Criminal) de que el litigio criminal se resuelva durante la instrucción, de tal modo que el juicio oral no sea más que una ratificación de las conclusiones alcanzadas durante la fase sumarial. Y, precisamente para conjurar esta resultado indeseado, ahora se pretende la supresión del juez instructor. Nuevamente se plantea un problema ajeno a la titularidad subjetiva de la investigación criminal. Ese riesgo se presenta tanto con un juez como con un fiscal investigadores.

Aquí la clave es otra. Bastaría con evitar que el expediente procesal redactado durante la instrucción fuese accesible a los magistrados del órgano sentenciador para soslayar estos supuestos inconvenientes. De hecho, así ocurre en la normativa reguladora del Tribunal del Jurado, puesto que sólo se presentan en sala los testimonios interesados por las partes. Por cierto, al igual que las previsiones del actual Anteproyecto, pero ya generalizado al modelo procesal ordinario. He aquí otra muestra de la obsesión de derivar todos los males, reales o imaginarios, de nuestro actual sistema hace la existencia del juez instructor, lo que hace barruntar que acaso sean otras las razones del poder político para impulsar una reforma como ésta.

Con todo, tengamos el valor de preguntarnos por qué no debe influir la instrucción en el juicio oral. Según el Anteproyecto, por el debilitamiento que implica para los principios de publicidad, oralidad, inmediación, concentración y celeridad. Otra vez emerge una de esas afirmaciones que se aceptan acríticamente y que ha venido nutriendo desde hace años nutriendo un inventario de tópicos.

Las cuestiones que debemos formularnos son muy otras, a saber: si durante la instrucción se respetan en nuestro país los derechos de los reos; si nuestro modelo de investigación criminal favorece los errores judiciales. Esto es, y en un lenguaje más claro, si la existencia de un juez instructor representa una amenaza para los derechos humanos de los ciudadanos españoles o si propicia condenas injustas. Todo lo demás no es más que hojarasca retórica que a la postre no sirve más que para desviar la atención.

El Anteproyecto del actual Gobierno, al igual que el del anterior, asume el principio de objetividad y proclama como uno de sus fines el esclarecimiento de los hechos. No obstante, se cuida mucho de que los autos procesales sólo lleguen al tribunal sentenciador fragmentados, conforme a la selección que previamente hayan hecho las partes. Entre el hecho delictivo y el juicio oral transcurre un lapso de tiempo que, más largo o más corto, ofrece la oportunidad a los diversos implicados de cambiar sus versiones o silenciar sólo aquellos episodios del relato fáctico que más les convengan. Una vez que han sido asesorados por sus abogados es de esperar que sus intervenciones en el plenario estén condicionadas por las expectativas, legítimas o no, de obtener un pronunciamiento acorde con sus particulares intereses. Este sistema revela una decidida apuesta por la privatización del proceso y da carta de naturaleza a los prejuicios y sesgos cognitivos que supuestamente el nuevo texto aspiraba a corregir. En suma, pese a literalidad, el nuevo texto ofrece un modelo epistemológico notablemente subjetivado.

Asimismo, la ciencia de la Psicología del testimonio ha descubierto cómo los recuerdos van siendo cada vez menos fiables según se van alejando del momento en que quedaron impresos en la memoria, reelaborados y sometidos una y otra vez a sucesivas interpretaciones. Son los instantes más próximos al hecho los que, a la postre, permiten reconstruir el hecho criminoso. Es de todos sabido, aunque muchos no se atrevan a confesarlo, que es el atestado policial contiene la versión más creíble de lo sucedido. En los momentos iniciales es cuando se preservan las fuentes de conocimiento, lo que la doctrina anglosajona llama evidence freenzing, esto es la “congelación de la prueba”. Un estudio de 2007 elaborado por la estadounidense Rand Corporation, así lo explica:

A Rand Corporation study of criminal investigation found that, contrary to the popular image defined by (…) television shows, detective work was extremely unproductive. Most crimes were cleared when the first officer on the scene obtained the identity of a suspect; when there was no initial lead, cases were rarely solved. Detectives spent as an average about four hours on each case, most of it on paperwork”.

(Un estudio de la Rand Corporation encontró que, contrariamente a la imagen creada por los programas televisivos, el trabajo de los detectives era extremadamente improductivo. La mayoría de los delitos se esclarecían en la escena de autos, al identificar el responsable policial al sospechoso; si faltaba la pista inicial, raramente se resolvían los casos. Los investigadores invertían, como media, cuatro horas en cada caso, la mayoría en papeleo). 

Bajo un manto retórico repleto de alusiones al principio acusatorio, al juicio justo o a otras tecnicismos jurídicos del Prelegislador se guarda de que el juez durante la instrucción no tenga contacto con las fuerzas policiales sino es por intermediación del Ministerio Público y que al órgano sentenciador no acceda sino una historia reescrita por los interesados. Es la consagración de una justicia negociada que con gran éxito se estila en otros países como una expeditiva manera de reducir el atasco de los tribunales y de privatizar el proceso.

Cuando estas propuestas se combinan con el socavamiento de la acción popular y la introducción del principio de oportunidad, emerge un nítido designio de control político de la investigación criminal. Designio político, dicho sea de paso, que no causa rubor en otros países democráticos, como en Estados Unidos. La fiscal norteamericana Angela Davis reconoce abiertamente que la “discrecionaldad” (nombre con el que se conoce a esta figura en el mundo anglosajón) es un “mal necesario”. “Mal” por el riesgo de arbitrariedad que entraña; pero, al mismo tiempo, “necesario”, por constituir una herramienta para ejecutar la política criminal del Gobierno. En España, con vergonzante eufemismo, se habla de “oportunidad reglada” para así enmascarar que una propuesta tal encierra siempre un núcleo de decisionsimo ajeno a la revisión judicial. En términos más llanos: la última palabra a la hora de perseguir los delitos, en determinados supuestos, dependerá de la voluntad de algún individuo, esto es, de criterios subjetivos. Mal casa esta perspectiva con el alardeado anhelo de objetividad.

La conclusión de todo lo expuesto es obvia: el consenso, fraguado entre las formaciones mayoritarias de derecha y la izquierda para desapoderar al poder judicial de la facultad de dirigir la investigación criminal, sirve a los intereses de una clase política acosada por la corrupción y que pierde, día a día, crédito entre los ciudadanos. Las razones aducidas en el Anteporyecto, una vez sometidas a un escrutinio científico, se revelan poco consistentes, cuando no abiertamente contradictorias.

5. Conclusión: propuesta de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial.

Hasta aquí el análisis de la más drástica innovación que incorpora el nuevo texto procesal. Pero la PCIJ también quiere ofrecer un modelo que permita al pueblo español dotarse de un sistema a la altura de las necesidades de una sociedad como la actual, altamente tecnificada e interconectada en un escenario global, donde el crimen organizado ignora, no sólo las fronteras de los partidos judiciales, sino la de los mismos Estados. He aquí nuestra propuesta:

El objetivo de la reforma debe ser asegurar el descubrimiento de la verdad material dentro del más escrupuloso respeto a los derechos de los ciudadanos. A tal fin es necesario robustecer el principio de objetividad, aumentando los controles sobre los investigadores. Y, sobre todo, reducir el error judicial. La absolución de un culpable o la condena de un inocente ejemplifican el mayor de los fracasos concebibles del sistema penal. Todos los principios procesales deben subordinarse a evitarlo.

El poder judicial, al estar investido de independencia frente al poder político, representa en el modelo constitucional actual el instrumento más fiable para conseguir una investigación criminal objetiva y despolitizada. Ahora bien, deben estructurarse mecanismos minimizar el riesgo de abusos.

En cuanto al temor a los excesos de los magistrados instructores, un buen antídoto sería la creación de “jueces de libertades”, a imitación del modelo galo, pero con mayores facultades. De este modo, un órgano jurisdiccional dirigiría la investigación, mientras que otro filtraría las injerencias más intensas en los derechos fundamentales de las fuerzas policiales. O sea, se separarían las funciones de investigación y garantía, si bien encomendándoselas en todo caso a autoridades judiciales.

En lo que concierne a la supuesta pérdida de eficacia, también es interesante acudir a la doctrina francesa y crear “polos de instrucción”, esto es, tribunales colegiados encargados de dirigir la investigación en amplias áreas territoriales, con lo que desaparecería la atomización de los actuales juzgados de instrucción, confinados en sus respectivos partidos. Además, combinarían magistrados noveles y veteranos en el escalafón, con lo que se aunarían juventud y experiencia. Tal como se decía al principio, el debate no debe plantearse en la pueril dicotomía juez instructor contra fiscal investigador, sino que existen otras soluciones que permiten conjugar las ventajas de ambos modelos. Los polos de instrucción son una de ellas.

Y, en lo atinente a la indebida influencia del sumario en el plenario, tal como se ha dicho, basta con extender el régimen de testimonios de las actuaciones según ya ocurre entre nosotros con el Tribunal del Jurado. Aun siendo grandes los riesgos de una opción como ésta, insistamos, se trata de un debate que nada tiene que ver con quién dirija la investigación criminal.

Otras medidas complementarias serían las de profundizar en la destipificación de las infracciones de bagatela y extender el ámbito tanto de los delitos privados como de los semipúblicos medidas que, aunque tímidamente, ya han sido emprendidas por el actual equipo gubernamental. El Legislador español, fascinado por la simbología de la represión criminal, gusta de atiborrar el Código de infracciones de poca monta que colapsan la administración de Justicia. Una mínima dosis de coraje político permitiría concentrar los limitados recursos públicos sólo en la sanción de los ataques más graves contra los bienes jurídicos más preciados. Dado este paso, el principio de oportunidad se revelaría superfluo.

Finalmente, la formación de una verdadera policía judicial a las órdenes de los magistrados instructores contribuiría a reforzar la mayor eficacia que se les reclama. No olvidemos que, en primera y en última instancia, quien investiga el delito son las fuerzas policiales, mientras que el fiscal o el juez se limitan a conducir jurídicamente su labor.

Ni que decir tiene que estas sugerencias no son definitivas, sino tan sólo elementos de reflexión para mejorar nuestro sistema actual. Retomemos, pues, el afán de honestidad intelectual que inspiraba nuestro estudio para así desembarazarnos de los tópicos que enturbien la pulcritud de la ciencia jurídica. La cansina invocación del argumento de derecho comparado para propiciar la introducción del juez instructor pasa por alto que el modelo en nuestro continente se importó por influjo de los ordenamientos anglosajones y, en particular, de los Estados Unidos, cuyo listón de garantías procesales está muy por debajo las exigencias de nuestra jurisprudencia. Un ordenamiento donde la pena de muerte constituye un arma al servicio de una Fiscalía cuyos individuos son elegidos en campañas electorales al estilo de los políticos europeos, no es un ejemplo edificante para nuestra cultura jurídica. No sólo para la europea en general, sino para la española en particular, ya que nuestro ha conseguido uno de los sistemas más garantistas de toda la comunidad internacional. No nos apresuremos a destruirlo. Acabemos citando al magistrado del Tribunal Supremo, don Enrique Bacigalupo, el cual recuerda que los antecedentes del fiscal investigador no siempre han gozado de las credenciales democráticas con las que tan sospechosamente se insiste en presentarlo:

“No deja de ser curioso que el fortalecimiento del fiscal como único responsable de la instrucción haya sido visto por los juristas del nacionalsocialismo como el medio de eliminar la ideología liberal que rechazaban categóricamente, mientras que en la actualidad la instrucción por parte del fiscal sea entendida como una de las manifestaciones del principio de igualdad de armas”.

En suma, cuando el fiscal investigador sirve a regímenes tan diversos como la democracia norteamericana o la Alemania nazi es que, a la postre, lo importante no es quién investiga sino cómo se investiga. Y todos los indicios apuntan a que tanto Gobierno como oposición cooperan en el designio de que jamás la investigación criminal vuelva a representar una amenaza contra sus intereses, lícitos o ilícitos. Esperemos que los ciudadanos españoles no lo toleren.

 

 

 

 

 

 

2 comentarios sobre “Fiscal investigador y corrupción

  1. El único comentario que se puede hacer al anteproyecto de Ley del Sr. Gallardón para derogar la Ley de Ejuiciamiento criminal es el que dijo Alfonso Guerra en 1985: “Montesquieu ha muerto”. Con ello quiso acabar con la divisiónde poderes, al igual que todos los pártidos políticos que han gobernado, o sea, el PP y el PSOE. Si elimina la división de poderes caerá España en una Dictadura encubierta con la careta de la Democracia. No olvidemos que a los políticos sólo les interesa el poder por el poder, el bien de los ciudadanos les importa un bledo. Si consiguen lo que propone Gallardón los españoles nos veremos inermes e indefensos, pues se apalicará la justicia que los políticos deseen.

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